miércoles, 25 de agosto de 2010

Que bonita es la historia, ¿Verdad Raholita?

El médico e investigador taurino Guillermo Boto Arnau escribe en COPE.es con sabia prosa, conceptualidad periodística y rigor de historiador esta bonita historia de la historia de los toros, y de España, claro, y de Cataluña, evidente.

Un catalán devolvió el toreo a toda España

Godoy había prohibido el toreo en toda España en 1805, presionado por los “afrancesados” de la época, que esgrimían el absurdo argumento de que la “fiesta nacional”, así se llamaba el toreo desde los tiempos de Jovellanos, iba a dejar sin toros, sin bueyes y sin caballos el campo español.

Se acepta, por algunos historiadores, que iniciado el conflicto con el ejército invasor, fue el rey usurpador, José Bonaparte el que en un intento de congraciarse con el pueblo español abrió los toriles a la gran fiesta taurina del siglo XIX, pero no fue exactamente así.

Los toros de Bonaparte, que se corrieron en Madrid, Sevilla o el Puerto de Santa Maria, pese a su gratuidad en ocasiones, no llegaron a calar en el espíritu del pueblo.

En 1808, en la batalla de Bailen, se batieron con heroísmo todo un batallón de 400 garrochistas andaluces que al mando del capitán Miguel Cheriff hicieron “acoso y derribo” con los dragones franceses.


Estos garrochistas y el resto de la caballería del General Castaños habían sido equipados, a crédito, por un patriota sito en Cádiz, don Francisco de la Iglesia y Darrac.

Cuando en 1810 el ejercito había apretado a la regencia, al gobierno, a las cortes, al ejercito y a un sin fin de patriotas, en el pequeño recinto de las islas gaditanas, Darrac aún sufría el peso de las deudas, mas de 800.000 reales, que le consumían desde la batalla de Bailen.


Conociendo que el toreo corría por las venas de los gaditanos y del resto de los españoles, en Cádiz refugiados, y sabiendo que en otros tiempos, no lejanos, las corridas de toros habían financiado la construcción de las murallas, el Hospicio, la Alameda, Bellas Artes y un sin fin de obras públicas de la ciudad de Cádiz, concibió la idea de solicitar permiso para construir una plaza de toros y cobrarse la deuda, poco a poco.


Y así, autorizado por la regencia y pensando traer los toros en barco dado el sitio a que los franceses tenían sometida a la ciudad, construyó la que se llamó Plaza Nacional, justo enfrente del castillo de Santa Catalina.

Las corridas se iniciaron, ya sin franceses, en febrero de 1813 y muy pronto la inquina de un concejal “ilustrado” que añoraba la prohibición de Godoy le llevó denunciado nada menos que al hemiciclo de las cortes.

Y allí ocurrió el milagro. Fue un diputado catalán, don Antonio Capmany, militar, filosofo, historiador, economista y político, padre constitucional, pues fue uno de los redactores de la constitución del doce, promotor de la libertad de prensa y sobre todo denodado luchador contra los invasores, el que defendió con ardor ante sus compañeros de la cámara la vigencia del toreo como fiesta de nuestra nación, como identidad de nuestro pueblo, consiguiendo, no sólo que continuara la autorización dada a Darrac por la Regencia, sino que se revocara la “afrancesada” orden de prohibición del toreo dictada por Godoy.

Es curioso que la mayor oposición al toreo, en las cortes de Cádiz, la representaban los defensores de la inquisición. Es decir lo más carca, anticuado y absolutista de los representantes de la nación, a los que Capmany venció desde su liberalismo de progreso.

Era una época en la que las provincias catalanas daban héroes como Isidro, el tambor del Bruch, o la barcelonesa Agustina de Aragón, que presidió, vestida con uniforme de teniente, una corrida de toros que Wellington quiso presenciar y la regencia le organizó en el Puerto de Santa Maria.

Quizás Capmany, hombre de gran cultura y amplia bibliografía, conocía que la afición catalana a las corridas de toros, entonces a caballo, era ya antigua en tiempo de los reyes visigodos, hasta el punto de que el rey Sisebuto, hubo de censurar a Eusebio obispo de Barcelona por su continua asistencia a las corridas.

Capmany murió en Cádiz, poco después, en la epidemia de 1813. Estuvo enterrado mucho tiempo en la ciudad cuna de la Constitución que tanto contribuyó a crear, hasta que sus restos fueron trasladados con el honor que merecían a su Barcelona natal.

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